Sláinte un brindis de Eurolingua
En gaélico, brindamos diciendo “Sláinte”. Significa “salud”, pero también, si no se equivocó uno de los guías que nos acompañaron durante nuestra aventura dublinesa, “socorro”. Ignoro por qué los irlandeses comenzarán cualquier celebración pidiendo ayuda, la verdad. Pero, claro, eso me conduce a la imagen de un grupo de alegres pelirrojos alzando pintas en un pub tradicional, y tal vez necesitados de que alguien les detenga en su enésimo brindis de la noche; un tópico que incluí en la redacción que envié en mi solicitud de beca, junto a otros tantos estereotipos que en teoría definían el espíritu irlandés, pero que ya sabía de antemano que no se podían corresponder con la realidad.
Sin embargo, una vez aterrizas en Dublín solo encuentras, mires por donde mires, colinas verdes, cielos traicioneros, pubs en cada rincón, gente vestida de leprechaun, recuerdos constantes a la independencia irlandesa, y nostalgia grisácea que sin duda explica por qué Joyce acabó abanderando la vanguardia en las Letras. Me convencí a mí mismo de que la Irlanda de los mitos, las leyendas y las canciones folk solo existía como fachada, pero al llegar a la isla el cuento se había hecho realidad. No solo en la capital, donde era más fácil caer en la pantomima para el turista, sino también en el interior, en pueblecitos que airean orgullosos la música y el baile en directo, el paisaje portátil en cómodos llaveros y postales, y el llamativo cartel de Guinness junto al letrero de casi cualquier pub.
Aun así, en cualquier caso no pude escapar de la atracción que Irlanda me tenía preparada para mí, que venía de fuera y adoptaba el papel del viajero que solo está de paso. ¿Significa que viví una imagen preparada del país y su cultura? En parte. ¿Es algo malo? Ni mucho menos. Irlanda es el verde, los enanos saltarines y la repetitiva música folk; y, al mismo tiempo, la isla de clima impreciso, la nación orgullosa de ser diferente a sus vecinas gracias a un folklore único, el país donde la música se lleva en la sangre. Irlanda es lo que Irlanda quiere que nosotros creamos que es.
Y he pasado quince días en Dublín y sus alrededores, he pateado la isla de costa Este a Oeste, he sabido manejarme tranquilamente por el centro de la ciudad. El tráfico es espantoso, el horario de comidas resulta imposible para todo español, y las cuatro estaciones pueden alternarse incluso en una escasa media hora. El Phoenix Park me dejó agotado, la cárcel de Kilmainham me conmovió hasta la médula, y la Biblioteca del Trinity College cautivó al filólogo que llevo dentro. No me han tirado una Guinness mejor que en el Gravity Bar de la Guinness Storehouse, hay pubs mucho más auténticos que el Temple Bar (aunque la visita es obligatoria), y una cena irlandesa puede llegar a ser una deliciosa bomba de relojería. Me enamoré de los Cliffs de Moher, volví a creer en la magia en la Calzada de los Gigantes, y los habitantes de Cong nunca olvidarán la estampa de un turista español que recorrió emocionado como un crío todos los escenarios de El hombre tranquilo (ese era yo, claro).
Son tantas cosas… Glendalough, el Valle de los dos Lagos; Killkenny, la ciudad de espíritu medieval; más lagos, como el que de Connemara; la interminable lista de puentes de Dublín; Killiney, donde viven los famosos; más playas, al norte, escondidas tras infinitas marismas y bancales de arena; el Little Museum y el IMMA, visitas más especializadas para el turista exigente; el Museo de Historia Natural, de entrada gratuita y contenido sorprendente; el Castillo de Dublín, otro pedacito de historia moderna. Y las rarezas varias, como esa estación de servicio dedicada a Obama, la indescriptible partida de billar donde rompí todos los récords a peor jugador de la Historia, las noches de morriña en las que recordábamos a Raphael y Loulogio, la prohibición social de alabar a un cansino Bono (aunque U2 aún tiene buena fama), el último almuerzo dublinés a base de hamburguesa revienta-arterias, o la búsqueda frenética de supermercados más económicos y variados que el Spar.
Los paisajes, las costumbres, la gente. La experiencia de sentirse vivo en el país que siempre quise visitar, pero nunca pude. Eurolingua me dio la oportunidad: en tiempos en los que el Gobierno reduce muchas posibilidades de estudiar en el extranjero, es encomiable y necesario que pequeñas y grandes agencias pongan a disposición de los estudiantes todos los recursos posibles para poder salir. Viajar supone romper con lo cotidiano, aunque sea solo de paso. Pensarán los altos cargos del Ministerio de turno que aprovechamos las becas para hacer ocio y no negocio. Se equivocan: todo curso de idiomas debe acompañarse de práctica en vivo, sin adulterar. Hemos sido turistas, pero al mismo tiempo hemos tenido que adaptarnos al ambiente que nos recibía. Y ese esfuerzo compensa toda inversión económica, lleva a un nivel superior cualquier visita cámara en mano, y nos demuestra a nosotros mismos que somos capaces de superar una vida muy lejos de casa, en más de un sentido. Una vida de “supervivencia”, en un país extranjero, empleando una lengua extraña, acostumbrándonos a horarios caóticos, luchando a contrarreloj contra el autobús de turno, cargando con todos los souvenirs posibles (porque un imán nunca es suficiente), y al mismo tiempo cumpliendo con nuestra responsabilidad de ir a clase todas las mañanas. ¿El curso de inglés? Iba más allá de las clases: no solo porque la academia organizase todas y cada una de nuestras actividades complementarias y salidas de Dublín (todo lo que aquí he escrito ha sido gracias a su labor), sino porque el inglés estaba ahí fuera, en el museo que visitábamos, el guardia al que preguntábamos, el supermercado donde comprábamos y la cafetería o pub donde tomábamos algo. Una beca, una oportunidad para aprender; aprender, el único medio para crecer –la edad jamás importa.
Irlanda, tal vez no existas: tal vez todo sea fachada turística, producto de la imaginación, fruto de un pueblo empeñado en potenciar su identidad. Pero te he vivido en dos semanas con toda mi ilusión disponible y las ganas que he podido echarle. Visitarte era un sueño desde niño, y ahora por fin he podido añadir a mi diario una experiencia de cine: he visto los acantilados de La princesa prometida, las celdas de En el nombre del padre, los parajes donde John Wayne enamoró a Maureen O’Hara. Por ver, he disfrutado hasta de una sesión privada para los alumnos de Regreso al futuro.
¿Tópicos? ¿Y qué más da? Mis vacaciones han sido mi aprendizaje; mi descanso supone también mi esfuerzo. Gracias a Eurolingua, gracias al colegio, gracias a los amigos que he hecho. Y, aunque sea en la distancia, en este paisaje del centro extremeño tan distinto de las colinas que he visitado hace apenas dos semanas, brindo por ti. Volveré, algún día. Espérame entonces con más cuentos: yo ya me encargaré de volver a reír con ellos, mientras busco tras su apariencia tu verdadero corazón, que creo haber atisbado en estos días en un país abierto, sorprendente y entrañable. Sláinte, Irlanda
Alberto Escalante Varona